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Reflexiones sobre trabajo del hogar y división de clases

Nicola Espinosa



El trabajo del hogar ha sido discutido por artistas peruanas en las últimas décadas. En La Otra (1997), Natalia Iguiñiz retrató las diferencias jerárquicas en términos de raza y clase entre señoras empleadoras y trabajadoras del hogar. Por otro lado, con los proyectos 97 empleadas domésticas (2010)[1] y Habitaciones de Servicio (2011)[2], Daniela Ortiz de Zevallos analiza esta relación revelando las distancia físicas y simbólicas que se establece entre las familias empleadoras y las trabajadoras del hogar, ubicando a estas últimas en un lugar lejano y casi invisible dentro de las dinámicas familiares y en los hogares de las y los empleadores. Ambas artistas se han detenido en las diferencias y distancias sociales entre empleadas y empleadoras. Frente a esas aproximaciones, el proyecto ¿Qué limpian las que limpian? de Wynnie Mynerva y Blanca Ortiz se concentra en el acto de limpiar como aquel que marca la diferencia y estructura las relaciones entre trabajadoras y familias empleadoras, pero también entre las distintas clases sociales limeñas. Wynnie y Blanca salieron todas las mañanas desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde a limpiar el pampón “la 72” en Villa el Salvador (VES) durante un mes. Iban uniformadas con un mandil azul marino, encima un delantal blanco y zapatillas impecablemente blancas, con el cabello cuidadosamente recogido y una mascarilla sobre el rostro. Cada una cargaba con una escoba y un recogedor.


Barrer el polvo que vuelve una y otra vez con el soplido del viento es, sin duda, un trabajo infinito. Pero no solo se trata del polvo que vuelve una y otra vez para ser limpiado, sino de los desperdicios que tiran los transeúntes al verlas limpiar. Cada día que volvían para continuar con su trabajo, encontraban más basura, un espacio más sucio o, mejor dicho, más ensuciado. Sin embargo, todas las mañanas insistían en presentarse uniformadas y aseadas para limpiar lo que otros ensuciaban. Eso que ellas limpiaron por 30 días terminó más sucio de lo que empezó. Entonces surge la pregunta que da título al proyecto artístico, ¿qué limpian las que limpian?


Desde hace varios años los grupos feministas han estado alertando sobre la crisis de cuidado que experimentamos en nuestra sociedad. Según Nancy Fraser, esta crisis se debe a la contradicción entre el trabajo productivo y el trabajo de reproducción social en las sociedades capitalistas, donde se presenta a la sociedad como autosuficiente pero, en realidad, se esconde a quienes se dedican a cuidar y mantenerla. El trabajo del hogar -remunerado o no remunerado- es parte del trabajo de reproducción social que es invisibilizado. Este es adjudicado a las mujeres y se les paga con la moneda del “amor” y la “virtud”, en palabras de Fraser, mientras el trabajo productivo asociado a los hombres es compensado con dinero.[3] Esta crisis y contradicción se ha visto exacerbada y evidenciada en el contexto de la pandemia que venimos viviendo: al momento de estar confinados en cuarentena nadie espera que las personas que se dedican al cuidado como enfermeras, personal de limpieza o recogedores de basura dejen de trabajar, como sí podrían hacerlo los comerciantes y financieros.[4] Sin embargo, seguimos sin reconocerlas y darles una retribución -simbólica y económica- acorde al valor social de su trabajo.


Centrándonos en el caso de las trabajadoras del hogar remuneradas, podemos notar que no solo carecen de un reconocimiento del valor de su trabajo en términos económicos y sociales, sino que también han sido históricamente estigmatizadas por su condición de género y origen étnico.[5] En el Perú y el resto de Latinoamérica existe un desprecio por este sector de la clase trabajadora que ha estado compuesto por mujeres rurales indígenas o afrodescendientes que migraron a las ciudades a lo largo de la historia.[6] Recientemente, bajo el contexto de la pandemia hemos visto como siguen estando al fondo del escalafón.[7] Según una encuesta elaborada por La Casa Panchita a través de sus redes sociales, el año pasado, durante los primeros meses de confinamiento, 86% de las trabajadoras del hogar en Perú perdieron su empleo, como fue el caso de Blanca, quien fue despedida arbitrariamente al empezar la cuarentena sin siquiera recibir una liquidación, CTS o una recompensa por las vacaciones que le debían.[8] Las trabajadoras se encuentran desprotegidas por el Estado peruano.[9] Mientras muchas perdían su empleo, otras quedaban encerradas en su lugar de trabajo, (sobre)viviendo en condiciones precarias sin un espacio condicionado para ellas, con salario reducido y siendo discriminadas diariamente -como el caso de Vilma-.[10]


La mayoría de las veces las trabajadoras del hogar son contratadas únicamente para limpiar, pero en la práctica terminan limpiando, cocinando, cuidando y atendiendo a la familia empleadora. Se espera de ellas un trabajo emocional extra en el que todo lo anterior lo haga de manera afectuosa, con lealtad e incluso gratitud hacia la familia, sabiendo mantener su “lugar” en una relación claramente jerárquica y autoritaria.[11] Entonces, sumo a la pregunta planteada por las artistas -¿qué limpian las que limpian?- unas adicionales: ¿para qué limpian? y ¿cómo se perpetúan las diferencias de clase a través de la limpieza?


La labor de reproducción social, y con ello el quehacer y las condiciones laborales de las trabajadoras remuneradas del hogar, ha sido crónicamente velada por las paredes de las casas de familias acomodadas. De esa manera, se ha ocultado la función vital de esta labor y se ha ayudado a sostener la ficción de que el capitalismo se sostiene “naturalmente”, por sí mismo. Para el proyecto ¿Qué limpian las que limpian?, Wynnie y Blanca salen del espacio doméstico donde se oculta el trabajo del hogar y de limpieza, en específico, para hacerlo público. Optan por realizar su acción en un distrito que se piensa ajeno a esta problemática. Su uniforme pulcro destaca sobre el pampón lleno de polvo y tierra que se disponen a limpiar por treinta días. VES, como dice una de ellas, es un distrito donde viven “los que tendrían eternamente los zapatos y los cuerpos llenos de tierra”.[12] Además, agrega que, irónicamente esos “cuerpos llenos de tierra” son siempre contratados para limpiar los distritos considerados más blancos y limpios de Lima.


Así como ellas, en VES viven muchas mujeres que se desempeñan como trabajadoras del hogar. Sin embargo, como señala Wynnie, siempre se ha pensado que el problema del trabajo del hogar no le compete a ese espacio, pues ahí no hay trabajadoras del hogar: hay madres, amas de casa, pero no propiamente trabajadoras. Se piensa que el problema le pertenece a los distritos más adinerados: en el espacio privado y reducido de las casas miraflorinas o sanisidrinas, para ser específicos. En otras palabras, se tiende a pensar que el problema del trabajo del hogar remunerado es un problema individual o familiar que le compete a cada hogar y en ciertos distritos. Wynnie y Blanca buscan visibilizar lo contrario: se trata de un problema social. Es decir, este no es un problema únicamente individual que debe resolverse entre empleada y empleador/a. A pesar de la segmentación espacial en base a la división de clases, la crisis de cuidado atraviesa toda la ciudad de Lima. Al asociar el trabajo del hogar -de mantenimiento y cuidado- con un trabajo fácil, manual, que no requiere de habilidades refinadas, además de “natural” o “innato” para las mujeres, se ha reforzado el estigma social hacia quienes se dedican a estas labores -sean remuneradas o no-. Trasladar el acto de limpiar un hogar en un distrito acomodado de Lima, con la misma vestimenta y en el mismo horario a un pampón en VES, implica llevar el problema no solo al espacio público, sino a confrontarlo con las mismas familias que dependen económicamente de esta ocupación, de las cuales se alimenta el mercado de trabajo doméstico que satisface a otros distritos.


Cuando las artistas limpiaron en su distrito, les sorprendió que sus “compañeros sociales” – término que usaron parar referirse a sus vecinos- les digan “¡limpien, limpien bien!”, “creo que están haciendo hora, avancen más”, comportándose como sus empleadores y empleadoras. Cuentan que recién entonces notaron que lo que ellas criticaban de las clases más privilegiadas como un abuso hacia la persona que es contratada para limpiar, se reproducía hacia ellas mismas en su propio espacio. “Eran ciclos que se repiten” asegura Wynnie. Bajo esa lógica, quien hace el trabajo de limpieza siempre es ubicado en un escalón más bajo. En este caso, los que son colocados en una posición inferior serían los trabajadores de limpieza pública que recogen la basura en condiciones infrahumanas, teniendo que recolectar los desperdicios de otros, amontonados o desperdigados fuera de una bolsa usualmente a altas horas de la noche, para que no sean vistos. De una u otra manera, el trabajo de limpieza y reproducción social es invisibilizado y menospreciado por la sociedad en su conjunto.


Todas las mujeres de la familia de Wynnie y Blanca se han dedicado al trabajo del hogar. “La limpieza”, dice la primera, “ha marcado nuestra identidad familiar”. Su madre, su abuela, sus tías y su hermana se han dedicado a lo largo de su vida a este trabajo, e inclusive ella de pequeña trabajaba -gratis- en las casas a las que acompañaba a su mamá. Así como su familia, muchas mujeres y familias enteras se han visto marcadas por esta labor, por lo que Wynnie afirma que “la limpieza siempre ha sido un factor que nos ha dividido como clase”. Se trata de una limpieza que no se limita al espacio de trabajo. Es una limpieza que invade el cuerpo de la trabajadora del hogar. Ella debe presentarse “bien” a su espacio laboral: para las y los empleadores, su uniforme y pulcritud es una garantía de que su hogar no será contaminado con el polvo de otra clase. Blanca cuenta cómo se le examinaba en el lugar de trabajo o la agencia que servía como intermediaria: “Nosotras éramos constantemente inspeccionadas. Por ser limpiadores debemos pasar por una exhaustiva limpieza: ropa limpia, pelo recogido, zapatos limpios, en las agencias te revisan las uñas, etc.”


Wynnie explica cómo esta limpieza exhaustiva impuesta sobre el cuerpo de la trabajadora del hogar cala hasta su mente, creando un daño permanente en su autoestima: “La limpieza ha sido no solo nuestro trabajo, sino ha sido también una forma de regular nuestro cuerpo. Es una explotación, no solamente laboral, sino también corporal de nuestra propia integridad, de nuestro propio cuerpo. No solamente es un ejercicio de limpiar algo sino de hasta escarbar nuestra propia mente.” Por lo tanto, la característica intrínseca del trabajo remunerado del hogar que toma lugar en el espacio doméstico de una familia ajena -y de una clase social superior- implica que la trabajadora del hogar se vea sometida a procesos en los que su cuerpo y mente deben ser acomodados a la voluntad del empleador/a.


Ese desprecio del que hablan Leda Pérez y Pedro Llanos hacia las trabajadoras del hogar se basa en factores raciales y étnicos.[13] Pero también en el hecho mismo de que se trata de una labor en el que la trabajadora -remunerada- del hogar se encuentra en un margen ambiguo entre la pureza y el peligro, en términos de Mary Douglas.[14] Por un lado, es considerada la persona indicada para limpiar y mantener el hogar en orden, pero al mismo tiempo supone una especie de amenaza a la familia, por estar tan cerca al espacio íntimo y poder transgredir ciertos límites sociales. Como señalan las artistas, ellas representan los cuerpos que eternamente estarían llenos de tierra, pero que al mismo tiempo se encargan de quitar el polvo de otros cuerpos y espacios.


A pesar de todas estas exigencias, la trabajadora del hogar remunerada sigue siendo tratada como una amenaza contaminante, como en el caso de Vilma -citado anteriormente-, o como un elemento indeseable que debe ser apartado. El uniforme, como el que llevan Wynnie y Blanca al realizar su proyecto, que aún varias se ven obligadas a portar a pesar de que su uso en el espacio público esté prohibido, es uno de los elementos que permiten diferenciar al cuerpo de la trabajadora del hogar, colocar límites visibles entre ella y la familia empleadora.[15] Sin embargo, para varias familias empleadoras eso no es suficiente y deben marcar mayor distancia, como se puede ver en el proyecto Habitaciones de Servicio (2011) de Daniela Ortiz de Zevallos, o en la denuncia mediática de Morgana Vargas Llosa a un club privado por prohibir el ingreso de una cuidadora a un restaurante destinado a los socios.[16] Blanca recuerda más de una experiencia en la que se la apartaba de un lugar o evento por ser la niñera, bajo la excusa de dar “mal aspecto” a la situación. En una ocasión le impidieron ejercer su trabajo como cuidadora al negarle la entrada a la casa dónde habían invitado a las niñas que cuidaba, dejándola en un rincón lleno de polvo en el garaje y con una silla hongueada para sentarse.


Sobre estas distancias físicas o simbólicas se sostiene una relación autoritaria entre trabajadora y empleador/a, donde la “buena empleada” destaca por ser obediente y leal. Wynnie señala que la contratación de un servicio de limpieza es un arma: “[La limpieza] está creada para someter, para el sometimiento de la otra persona”, sostiene. “Está creada para la humillación”, agrega Blanca. La división de clase creada entre quienes limpian y a quienes se les limpia está impresa también en el cuerpo de las trabajadoras del hogar. Como señala Pinho para el caso brasilero, es por medio de la representación del cuerpo de las trabajadoras del hogar que se perpetúan los límites rígidos entre las clases sociales. La autora señala que “la sobreexigencia al cuerpo de la trabajadora del hogar y que solo ella realice los trabajos indeseados es una clara indicación de que su cuerpo es percibido como rudo, desechable y contaminado y, por lo tanto, menos humana”.[17] No cabe duda que realizar las labores del hogar está impregnado de imaginarios denigrantes, en vez de valores que realcen la tarea de cuidar y mantener la vida social.


Recuerdo cuando una amiga me decía frustrada que ella quería trabajar limpiando casas, mientras estudiábamos en la universidad: le gustaba limpiar y le parecía una manera práctica de ganar dinero para terminar su carrera. Sin embargo, cuando lo comentaba nadie le creía o lo tomaban como una broma, pues ella es blanca y pertenece a la clase media limeña. Las personas que pueden esquivar esa labor -generalmente mujeres con un mayor poder adquisitivo, como ella-, lo hacen contratando a otra mujer que, como señalé antes, carga históricamente con un estigma asociado a su origen étnico. Era inconcebible que alguien como ella pudiese hacer el trabajo sucio de limpiar, y más aún que ese fuese su deseo. Un trabajo que pocas dueñas o dueños de casa quieren hacer por sí mismos, porque sienten que no “nacieron para eso”. ¿Será que no hacerse cargo de su propio polvo, además, permite al empleador/a mantener sucias a quienes se considera inferiores? A fin de cuentas, se trata de una limpieza exhaustiva, infinita, donde las trabajadoras del hogar hacen el trabajo de eliminar el polvo y la suciedad del otro, limpiando la imagen de otra mujer y la de su familia, una de clase media o alta. Así se reproduce el menosprecio a la persona que realiza este trabajo, sea una trabajadora de hogar, un trabajador de limpieza pública o una ama de casa. Seguro otra sería la historia si el valor del cuidado fuera enaltecido en una sociedad donde todos y todas compartiéramos la responsabilidad de cuidar la vida.






 

*La autora agradece a Leda Pérez y al equipo editorial de Mañana.

[3] Fraser, Nancy. “Crisis of care? On the Social-Reproductive Contradictions of Contemporary Capitalism.” En: Battacharya, Tithi. Social Reproduction Theory. Remapping Class, Recentering Oppression. Londres: Pluto Press, 2017.

[4] https://www.anred.org/2020/04/08/la-reproduccion-social-y-la-pandemia-con-tithi-bhattacharya/

[5] Hasta hace menos de un año su remuneración quedaba a la merced y voluntad del empleador/a -siendo muchas veces bastante menor al salario mínimo-. Recién con la nueva Ley 31047 se les está empezando a reconocer los mismos derechos que los demás trabajadores como un contrato escrito, acceso al seguro social y un salario mínimo vital.

[6] Pérez, Leda y Pedro Llanos. “¿Al fondo del escalafón? Un estado de la cuestión sobre el trabajo doméstico remunerado en el Perú.”. Documento de Discusión (DD1501). Lima: Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, 2015. Disponible en línea: http://hdl.handle.net/11354/963

[7] Ibid.

[8] Pérez, Leda y Andrea Gandolfi. “La justicia no espera. COVID-19 y los y las Trabajadoras del Hogar en el Perú”. Propuesta de Política Pública. Lima: Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, 2020. Disponible en línea: https://ciup.up.edu.pe/media/2214/ciup-ppp-no9.pdf

[9] En el estudio elaborado por Leda Pérez y Andrea Gandolfi Pérez, 60% de las trabajadoras del hogar encuestadas comentan no haber recibido ningún tipo de ayuda económica por parte del Estado o alguna organización. Ver: Ibid.

[11] Pinho, Patricia. “The dirty body that cleans: representations of domestic workers in Brazilian common sense”. Meridians, 13(1), 2015, pp. 103-128

[13] Pérez, Leda y Llanos, Pedro (2015). “¿Al fondo del escalafón? Un estado de la cuestión sobre el trabajo doméstico remunerado en el Perú.”. Documento de Discusión (DD1501). Lima: Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico. En línea: http://hdl.handle.net/11354/963 [15] En el 2009, el D.S. N° 004-2009-TR estableció que incurrirá en discriminación todo aquel que obligue a su empleado o empleada a usar uniformes, mandiles o alguna prenda identificatoria en espacios públicos.

[17] Pinho, Patricia. “The dirty body that cleans: representations of domestic workers in Brazilian common sense”. Meridians, 13(1), 2015, pp. 103-128. [Traducción de la autora]


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